martes, 7 de julio de 2015

Kinski mi amor, o del dilema de ocultar a un monstruo

Me cabe en el espacio entre el índice y el pulgar. Su cuerpecito de miles de píxeles, su miniatura en la pantalla me cabe en la palma. Fue alemán de nacimiento como sus padres, por lo tanto, creo que fue alto. Casi un metro con ochenta. Pero hay más razones para considerarlo un gran hombre; su lengua, por ejemplo, también era descomunal como su genio. 

Miro las entrevistas y me desconcentro. Está ahí, detrás de los labios carnosos hay una lengua voluptuosa que está latiendo: presume su dominio del francés, su prodigiosa dicción en cualquier tipo de parlamento y su ardiente carrera sobre otras lenguas (bocas femeninas mejor dicho). 

Afuera donde no hay cámaras ni contratos que cumplir; cuando no hace de tirano, deja de ser la ira de Dios y no le cubre una capa de vampiro no disminuye su talento, fuera de eso y sin eso (estoy segura), que cualquier mujer podría quererlo. Amarlo impulsivamente porque mire usted esos ojos de azul voraz, la frente amplia y solícita a gesticulaciones varias, el hambre en su cuerpo esbelto, los rasgos varoniles de su rostro que circunscriben la nariz altiva y la prodigiosa boca grande.

Ansío salvajemente tu boca de fresa es el libro donde relata su romance con una chica menor de edad. Para un hombre como Klaus Kinski, para mí que aspiro a conocerlo, es natural un pasaje así...¡amó a tantas mujeres!  Nos quiso a todas porque tuvo mucho amor y libido que repartir. Sin embargo, después viene lo ruin.


Fue un tipo de carácter difícil: un loco que derrumbó la puerta del baño tras veinticuatro horas de encierro por la rabieta provocada al ponerse una camisa mal planchada. Sus vecinos contaron a Herzog, cineasta y enemigo íntimo, la de veces que se rehusaba a pagar el alquiler y las noches que les interrumpía el sueño con su larga memorización de libretos: dolores de cabeza calculados a propósito.

Otra anécdota interesante es aquella  en la que invita a cenar a un crítico de teatro que escribió algunas líneas sobre su pequeña participación en una obra. El crítico, mientras mastica su comida, cita el artículo y repite lo "magnífico" que estuvo Kinski en el escenario; contra la lógica de la mayoría, el actor a manera de respuesta le arroja las papas calientes a la cara porque se ha ofendido: ¡él ha estado más que magnifico!


Su temperamento volátil también lo llevó a discutir con personas de su público en medio de su monólogo sobre Jesucristo. Exasperado por todos los morbosos que iban a ver únicamente cómo se enfurecía optó por colgar el micrófono (lo abandonó como un muerto ahorcado por un cable negro) y salir del escenario sin oportunidad de negociar. Al final rompió el contrato de muchos millones de marcos que lo llevaría de gira por el mundo. ¿Pedante? ¿payaso malagradecido? ¿actor de quinta? ¿esputo narcisista? No. ¡Genio!

Miré Fitzcarraldo (1982) sin esperar mucho, luego (de inmediato) me deshice en aplausos: ¡bravo Klaus, bravo!
Navegó en un barquito  escuchando una ópera a través de la amazonia peruana, su obsesión rodeada de ríos y paisaje umbroso. ¡Ay mi Klaus! ¡Chocolatito amargo! ¡Terrón de cielo! ¡Querubín conspicuo!

Yo necesito amor (1992) es su libro autobiográfico, lo leí hace poco y lo disfruté muchísimo. Narra desde los días en que su padre robaba tabletas de chocolate de las tiendas, hasta la época de oro en que va de almacén en almacén comprando sedas y pieles con las que agasaja a su familia; sus inicios con Hamlet y la feliz presencia del motor de su Jaguar en su vida. Sufrí mucho con él, no sé si soy muy débil o es parte del embelesamiento post Kinski. Su niñez sin guantes ni baño propio me acongojaron y dije varias veces con absoluta seguridad: "Sí Klaus, lo mereces todo, lo mereces todo. ¿Quién va entenderte? ¿Quién te acompañó? ¿Quién?"

En su historia son escasas las páginas en donde se ausentan las mujeres o sus encuentros sexuales. Fue sin lugar a dudas un (delicioso) sátiro empedernido. Figuran en su lista de  flechazos amigas de la juventud, la "giganta" de una aldea asiática, azafatas japonesas, actrices italianas, la hija de un magnate del petróleo, algunas púberes y sí... su propia hija.

Sin citar textualmente recuerdo algo como "Pola me tiene más loco que nunca" o "Pola tiene trece años y cada vez me gusta mucho más", esas líneas no me remitieron nada perverso sino todo lo contrario.
Cuando puse en marcha mis investigaciones, porque quería saber mucho, di con las confesiones de Pola, la primogénita. Las portadas de periódicos, fotos donde él la sostuvo en brazos, encabezados sobre la cara triste de Pola a los cuarenta apenas liberada. Les adelanto, ella dijo que abusó de ella horas antes de su primera comunión, y la última vez que lo permitió, a los diecinueve, la había mandado a comprar condones... ¡Cerdo! ¡basura! ¡trasero!

Quisiera decir todo eso, enfurecerme y retractarme de mis halagos pero me es imposible: no puedo negarle mi cariño, mi admiración ni mis aplausos. Pero tampoco puedo borrar esa mancha sobre su cara y sus manos; no puedo botar sus pecados sobre la estera para que el mundo le perdone, no puedo ver a un degenerado detrás de sus personajes porque sé que sus risas son  tres veces más sucias en realidad. Y a la vez, regresan a mí los pasajes de su sufrimiento, su vagar sobre espinas, capítulos donde sin querer se revela a si mismo como una criatura tierna. La foto donde una mariposa se le para en el rostro y después el sonríe, ¡la sonrisa más dulce del mundo!

Mis preguntas serían: ¿debe uno tomar en cuenta la historia detrás del artista? ¿interesa el lado humano del  artista? ¿la historia debe respaldar al trabajo del sujeto? ¿sólo importa lo que ocurre en las películas?

Me parece un poco injusto insultarlo después de muerto y sobre todo, negar sus dotes y aciertos  como actor durante una época difícil (sí, como todas las épocas pero ninguna como aquella). Por otro lado persiste la desgracia de Pola y la justicia que el destino y ese hombre en particular le deberán por siempre.

Yo no puedo querer a un hombre ruin, sin embargo lo hago y todavía me atrevo a gritarle: "¡Kinski que grande fuiste, sos lo más...!"

Probablemente no sea mi tarea juzgarlo, quiero decir, poner al mundo en su contra o a sus pies junto conmigo. El problema es que mientras yo lo veo hablando sobre Jesús, o cuando se pavonea magistralmente como Fitzcarraldo,  hay una cubeta que pende sobre él con algo espeso dentro; las gotas que resbalan de la cubeta caen sobre su traje en turno y no se puede ignorar una suciedad de ese calibre.

Parte de mi simpatía, no lo niego, nace de pura atracción física en cada una de sus partículas pero la otra parte, que no es pequeña, fue cultivada únicamente de escucharlo y de su manera de hacerse escuchar. Quienes lo hayan visto actuar entenderán que no lo alabo en vano.

 
Me temo que los comentarios sobre él siempre girarán en torno a su cólera, a su vileza, al abuso, a sus peleas por nada, a todos su defectos. Le volverán a señalar como un tipo mal encarado incluso después de muerto será un incomprendido. 

Sí Klaus, sí vida mía, sí necesitas amor, mucho amor, cuanto para soportarte, sí Kinski, sí corazón...

miércoles, 7 de enero de 2015

Descubrí a la Desconocida...

Hace cinco años, aunque me suena más cuatro, tuve la fortuna de leer por primera vez una obra de Stefan Zweig; me ahorro las presentaciones porque asumo que deberían  tener alguna noción del nombre que con tanto respeto menciono o que al menos ya han abierto una pestaña extra del buscador para consultar la Wikipedia.
Aquella primera vez fue con una novelita, y el diminutivo lo agrego a que la extensión de la historia así lo reclama, a la que por media hora me entregué con un afán inexperto y crédulo. Carta de una mujer desconocida (1927) se llamaba. Por una noche mis ojos ardieron por el exceso de atención y la tristeza de la que también formaban parte, la historia de un amor inconcluso, nunca antes mejor dicho, platónico. Estaba leyendo la carta de mi Doppledänger
dirigida a un insensato encantador, mierda. Recuerdo haber llorado porque me sentía expresada por una mujer ( que en realidad era un hombre austríaco de casi cuarenta años) que sufría tanto como yo por alguien que no la conocía. Mierda. Por esos años me sentía atraída al cantante de cierta banda alemana que bueno...imagínense el fanatismo acumulado en una niña del siglo XXI: enfermizo, ciego, mal argumentado, iracundo pero sincero y muy loco. No me disculpo.
Prácticamente había hallado una "biblia" en la cual refugiarme para cuando me sintiera más lejana e invisible a los ojos de mi Fulano.
Epa. Quiero recalcar las fuertes revelaciones a las que accedí leyendo este libro, una de ellas, que entregándome servilmente al sacrificio y alineándome a una meta en concreto ( bastante boba) y negándome a la felicidad de cualquier tipo iba a ser recompensada; como que quería abrirme paso haciendo el oficio de Santa para ocupar el de amante. Algo así. En mi cabeza sucedía la venganza que yo realizaba en nombre de la desconocida, en la que yo lograba dar el salto de la fila de autógrafos al escalón del altar. Y había maquinado un plan conjurando que eso tenía que pasar porque... bueno, no había una razón en concreta pero la lógica de los cuentos felices (los otros, no Grimm ni Andersen obviamente) decreta que después del sufrimiento viene el príncipe.

 Cuento esto con el propósito de ganarme una que otra sonrisa comprensiva exhalada por la ternura enterrada en aquel sueño o inconsciencia, no les perdonaría la risa pronta e hiriente. Resumo: esta historia me parecía La Gran Tragedia Nunca Antes Imaginada Ni Contada Tan Bien Como Zwieg Lo Hace, Alabado Sea El Autor y Este Clásico de Clásicos Obligatorios.

Transcurrieron los años, me emociona obviar esta parte, para que yo cambiara. Un día me olvidé de esos planes y de ese cariño.
He tomado el libro de nuevo, lo leí esperando reencontrarme con muchos sentimientos y al llegar al último punto no se insinuó ninguna lágrima en mi mirada ni un cambio minúsculo en la tesura de mi garganta. ¿Es acaso que soy una piedra? no les he pedido que respondan, simplemente no lo creo.
No negaré que he disfrutado de esta relectura, me gustó mucho y hallé más de una frase hermosa: "Quiero contarte mi vida, esta vida mía que en realidad comenzó el día en que te conocí. Antes no hubo en ella sino algo turbio..." (5).

Sin embargo me pareció a ratos muy melosa y asfixiante, ello provocaba que se nublara la abnegación desinteresada de la 
desconocida dejando más una sensación de reclamo que de confesión: "He preferido echarlo todo sobre mí, antes que convertirme en una carga para ti y ser la única, entre todas las mujeres que has conocido, en la única que puedas pensar con amor y gratitud." (14). Al final tuve el panorama de una venganza vestida de "última voluntad", ¿qué de romántico tiene enviarle al Gran amor, justo el día de su cumpleaños, una carta donde le relatas que su único hijo ha muerto a causa de no supo ni querer ni ser fiel a la mujer que seguramente lo amó más? Aquella a la que viste como una simple niña pobre, aquella a la que trataste de prostituta fue en realidad la madre de tu hijo, y echaste a perder la vida de ambos.

 Esta lectura fue hecha con mayor paciencia, ocupando pinzas y lentes potentes para el escrutinio serio de líneas, atmósferas y sentimientos, ya no míos por supuesto.
Eché un poco de menos sentirlo como en propia carne, me pregunté varias veces ¿de dónde venía esa fuerza y por qué me hacía llorar?
Esta vez no leí una historia de amor sino una de injusticias y elitismo, con la burguesía (qué sorpresa) en la parte derecha del ring representado a los rudos, y les adelanto que sí, terminan siendo desenmascarados.

Acabo de reconocer que fue de esta obra donde saqué mi tendencia a escribir  siempre con un tono de preocupación y candidez, por ello  siempre lo hacía en primera persona y ahora...ahora... ME RESULTA TAAAAAN INSUFRIBLEMENTE ÑOÑO. Gracias Zweig por darme pasajes por lo cuales me tengo que avergonzar.
Las primeras clases de Literatura grecolatina giraron en torno a definir lo clásico, buscando respuesta en un texto de Italo Calvino "¿Por qué leer clásicos?" (19??), recuerdo que el autor expresaba que un clásico se denominaba así por su naturaleza universal, por ser de las lecturas que no se leen sino se releen y siempre se encuentra algo nuevo, porque impregnan a la realidad de episodios, personajes y referencias que señalaríamos sin problema "Ah como sucede en el libro de ...". Al final remataba con la idea de que cada quien hace  su biblioteca personal de clásicos.
Y entorno a esto puedo imaginarme a alguien sumando título tras título en las estanterías, sin embargo, me resulta un poco triste hacer esto la inversa, quitar este libro de su sitio elevado para llevarlo a un rincón de buen aspecto.
Querido Zweig, perdóname pero no es personal en realidad culpo a mi percepción inmadura de antaño por ocasionar este malentendido.